CAPÍTULO 2: SEÑOR BLAS
No dejaba de mirar ensimismado la ventana. Dios santo, no me imaginaba que alguien tan pequeño albergara tanta tripa, víscera y sangre. Allí estaba esparcido como una bolsa de basura, como una especie de albóndiga pisada. La gente no dejaba de gritar o cuchichear, y sea como fuere, al igual que yo no dejaban de mirar. Algo tiene que tener para que atraiga tanto. No faltaron vomiteras al igual que sonrisas chistosas y comentarios del tipo “cómo están las cabezas…”.
El señor Blas se había suicidado. Era el único vecino realmente decente que tenía, y no digo esto porque la haya palmado (que es lo que se hace, alabar a los muertos), simplemente era un tipo fenomenal. Había trabajado en la antigua Casa Telefunken como técnico hasta los 61 años, pues un reajuste de plantilla le obligó a prejubilarse. Era muy amigo de mi padre, solían comentar los noticiarios juntos. El trato conmigo por aquel entonces era nimio:
__ Buenas noches, señor Blas.
__ Hola Riki, pequeño Caudillo __ recuerdo que ese era su chistoso mote, supongo que para él llamarme así era cariñoso __, está tu padre por aquí supongo, ¿no?
__ Sí claro, claro, pase.
__ Tu papá, siempre en casa, es un buen hombre __ y acto seguido me daba, o bien unos dulces, o una moneda de cinco duros. __ Yo en cambio huyo de mi casa tras volver del trabajo… creo que me tenía que haber casado con tu padre.
Lo cierto es que con los años jamás comprendí el porqué de esa amistad. El señor Blas era un golfo en toda regla, muy versado en los temas actuales de la época, diestro y cumplidor en su trabajo, pero muy aficionado al taberneo de baja alcurnia, todo lo contrario que mi padre, señorial y distinguido, modélico en su trato con los demás y hogareño como él solo. Cuando los planetas se cruzaban, mi padre acompañaba al señor Blas en su recorrido etílico, con la consiguiente bronca en casa después. Todos bromeaban preguntándole al señor Blas quién era su acompañante: por supuesto todo el mundo conocía a mi padre, toda la vida viviendo en aquel barrio, y al igual que su afición al botellín en el salón de casa y no en el bar, lo cual le alejaba un poco de la cotidianedad de los criminales de barra y tapa.
El señor Blas se quedó viudo 3 años después de cesar sus funciones laborales, cáncer de matriz sufrió “la Blasa”, conocida por todos como la estoica mujer que aguantaba al señor Blas, quien curiosamente y para sorpresa de muchos, por sus insanas costumbres, sobrevivió y a más de uno que lo enterraba.
Sin su mujer, su vida más o menos seguía igual, si bien ahora sería diez o quince kilos más delgado. Sufrió un infarto a los meses, y los médicos le pegaron el puro con que debía dejar el tabaco. Él alardeaba que mientras no le quitaran su vinito seguía a tope, pero cuando fui allí a verlo, un día después de que tuviera el pecho abierto me suplicó un cigarro. No podía moverse de la cama, permanecía entubado y con oxígeno, iba quitándoselo y poniéndoselo a tesón de unas caladas. La enfermera (muy cachonda, por cierto) olfateó y me tiró a la calle, prohibiéndome la entrada al centro.
No sólo le dijeron que se dejara el tabaco (cosa que ignoró completamente), sino que también debía limitar el consumo de alcohol a una copita de vino en la comida y otra en la cena. Le torturaba imaginar su vida sobriamente, le gustaba ponerse a gusto como él decía, tan arrugado y pequeño como vicioso. Creo que trataba de olvidar que había estado más de 50 años trabajando para acabar con una mujer gorda e insulsa, un puñado de amigos apáticos con cara de féretro enmohecido y un país en general siervo de cuatro listos. Por eso iba a ver a mi padre, sabía que era de otro rollo.
Siguió y siguió hasta que le dio el segundo viaje, y casi la diña. Sus dos hijas intentaron llevarlo a una residencia para mayores, pero al señor Blas le quedaban todavía un poco de fuerzas para evitar el marcharse de su bar y su barrio criminal, así como ignorar de nuevo los ya no consejos, sino advertencias que los médicos le habían hecho acerca de sus hábitos. Sin importarle, seguía acudiendo al bar, hasta que un día perplejo observó al Doctor Martínez en la barra, diciéndole que si le servía alcohol al señor Blas prácticamente se convertía en un asesino. Por tanto, ya no le valdría a Blas su famosa frase de:
— ¡Darío! Un vinito, bajo prescripción médica, eso sí…
— Todo sea por su salud, señor Blas.
Le habían quitado el carné del coche, pues estos lances cardíacos habían mermado un tanto su agudeza visual y sus reflejos, y en el bar del barrio se le cortó el rollo, así que tenía difícil lo de conseguir sus vinitos. Se me quejaba amargamente y yo no podía evitar reirme:
— ¡Malditos políticos! Se me va la pensión entre los vinitos y las propinas que tengo que dar a estos hijos de puta que cada vez me piden más. Empezaron por una peseta y ahora me piden dos duros. Me voy a suicidar.
Yo no le di ninguna importancia. Se trataba de otra de sus extravagancias.
—No diga estupideces, señor Blas. Hay que tirarle con dos cojones a la vida __ eso le decía yo, el peor cobarde que campa esta harapienta Tierra __. ¿Qué van a hacer entonces sus hijas y todos los que le apreciamos?
— Mis hijas son unas malas putas avariciosas. Para agradecerme toda esta vida deslomándome me trataron de embaucar para abandonarme en una residencia de esas de viejos chochos que bailan zarzuela y organizan apasionantes torneos de parchís __ ahí fue cuándo me enteré de las intenciones de aquellas bastardas __, y mis amigos tienen el seso ya tan comido que no saben ni quiénes son. Sólo miran al vacío y balbucean que la cosa está mal o repiten las mismas conversaciones un día y otro y otro. Esto se ha acabado, te lo digo en serio, me voy a agarrar un buen pedo y me voy a matar.
— Al final señor Blas, le voy a soltar un cachete, que ganas no me faltan. Deje de decir gilipolleces y por favor, haga caso de los médicos que son los que saben de esto.
— ¡Eso, eso! Tú, que no me mate, pero para matarme tú. Me voy a poner bien borracho, y cuando me empiece a llegar el bajón… se terminó. De hecho vengo de delegar mis posesiones al ayuntamiento, para evitar que cualquiera de esas furcias se aproveche de la venta de mi casa. Cuídate mucho Riki __ y ya en la puerta me dio un beso en la mejilla y me dijo __. A seguir bien, no te olvides que Blas era tu amigo.
— De verdad y de verdad, me estás asustando. Pásate luego y cenamos, tendré algo, supongo. Luego nos vemos.
Eso fue esta mañana, me he quedado un poco en estado de shock. Quién se iba a imaginar que aquel viejo loco estaba en sus cabales trazando el plan de matarse… Me lo imagino en realidad sonriente en el momento del salto, incluso arrogante, sabedor de que esta puta existencia terrenal llegaba a su fin. No más tosidos de mañana, no más rutina, no más vehículos ni sonrisas falsas, ni facturas. No más políticos ni indigentes, sólo música, barras de bar celestiales y camareras cachondas. Porque aunque no fuese un santo, ese hombre debe estar en el cielo de todas, todas, si no San Pedro, es para matarte. Todo un crack, de veras.
A los dos días, el entierro. Es curioso, la gente parecía incluso contenta, se ve que enterrar a alguien realmente auténtico es un consuelo para todos los mediocres que permanecemos en el mundo material. Mientras comía con un montón de extraños pero eso sí, junto a mi padre, quien movía en todo momento la cabeza de lado a lado, simplemente no daba crédito a todo lo que estaba pasando, pues en esas comencé a pensar precisamente en la escena del suicidio. Me mortificaba un pensamiento: cómo había sido capaz de mirar embobado los restos de mi amigo desparramados en el asfalto con absoluta insensibilidad. Debería haberme chocado, y sin embargo me quedé estupefacto, pero no dolido. Pero yo creo que simplemente ese saco de vísceras no era nuestro Blas, siempre tan irreverente pero a la vez noble. Simplemente era un muñeco inerte, que es lo que somos todos en potencia.
De todos modos, cuándo me entierren, intentaré por todos los medios que no se organice ningún acto más allá que el del propio sepelio, que bastante es. Menuda sarta de gilipolleces puede soltar un cura… yo podría haberle dedicado unas últimas palabras desde luego más sinceras. Mi padre me hizo prometerle que no me suicidaría jamás. Estas son las tonterías que han forjado mi paupérrima forma de ser. Siempre me tratarán como a un niño. ¿Así quién te respeta?
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